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martes, 17 de septiembre de 2019

En la cima del Mundo.

Un día quise subir en bicicleta a la Bola del Mundo.

Todas las tardes al volver a casa veía la silueta de las antenas rojas de la cumbre, recortadas contra el cielo, allá lejos, en lo alto de la sierra, una formidable baliza artificial que rompe con el paisaje natural de la sierra de Guadarrama pero que también es ya un referente para todos los que pisan habitualmente por la sierra. Pero no es el momento de meternos en debates a favor y en contra de las antenas, iba a contaros otra historia.

En estas aventuras siempre me acompaña mi amigo Alberto. Habíamos subido la Fuenfría y luego que hubimos sorteado algunos tramos del camino Schmid -entonces era legal atravesarlo en bicicleta- llegamos a una pequeña bajada asfaltada. Allí, entonces,  la montaña hemisférica se reveló por fin en todo su esplendor. La enorme mole del Cerro de Guarramillas se elevaba imperiosa desde el puerto de Navacerrada hacia el cielo, zurcida por el trazado del telesilla que sale desde la carretera nacional, entre la piña de edificios que se agolpan en la última rampa del puerto. Lunar, pelada, lejana.


Nos sorprendió el bullicio que se agolpaba junto a la cafetería en plena cumbre, quizás se trataba de la salida o tal vez del paso de alguna prueba deportiva de las que suelen celebrarse en este puerto; fue una bienvenida inesperada que agradecimos. 


Cruzamos la carretera nacional hacia las primeras rampas de la carretera de hormigón,  frente a nosotros por encima de la nave del telesilla. La estrecha ruta serpenteaba blanca y brillante tallada en la ladera. Otros ciclistas, como atrevidos insectos reptaban por el lomo de la montaña, cuya dura piel apenas notaría un cosquilleo de las ruedas resbalando por su superficie. Sentí un pequeño desfallecimiento, abrumado por un reto que entonces se me hacía imposible.

Alberto comentó con su tono sereno:
"Bueno, a por ello, ¿no? Vamos tranquilos".
"Sí, sí,  pero  tú coge tu ritmo, no me esperes". Alberto entrenaba por entonces en un club ciclista y su ritmo tranquilo era para mí lo más parecido a la categoría profesional.

Alberto se distanció pronto y miró para atrás reduciendo el ritmo. "No, no, no me esperes, tú dale que si no vas pendiente y te rompo tu ritmo", boqueé. Está bien una rueda amiga por ahí cerca, pero no es una carrera profesional, ni soy el líder de ningún equipo. No me esperéis, yo llegaré en algún momento y si no, pues no pasa nada, que hay móvil y tenemos cobertura.

Recuerdo que en la primera curva a izquierdas me fui por la parte derecha para tratar de reducir la pendiente, pero el muro era excesivo para mi marcha, subí un piñón, y me di cuenta de que ya no me quedaban más piñones por subir. ¡Sin reservas mecánicas ni psicológicas y todavía me quedaba lo peor!

Mientras subía pensaba en mis niños, en particular en el pequeño, que aún no había nacido, faltaban pocas semanas. Esta era una promesa que le debía. Con cada hijo me planteé un reto deportivo, no sé por qué, la verdad, salió de dentro, supongo que para dar gracias porque el embarazo saliera bien.

"¿Gracias a quién?" pensaba mientras subía.Otros pensamientos se cruzaban con los agradecimientos.

Te puedes bajar, te puedes bajar, te puedes bajar.

Le seguía la resaca.

No pasa nada si te bajas, no pasa nada si te bajas, no pasa nada si te bajas.

Claro, podía poner un pie a tierra, como he hecho tantas veces que no he podido con una cuesta, total no pasa nada, no soy ni seré campeón de ciclismo. Sólo me gusta la bici, pasear, ver la montaña, descubrir sitios,

"¿Qué hago en medio de esta cuesta?". El cerebro intenta retomar el control del cuerpo, pero a veces sobra razonar.

  Veía a Alberto cada vez más lejos, subiendo a buen ritmo, en plena forma. Pasó la plataforma del telesilla que marca la última parte de la ascensión y enfiló la última cuesta. Yo llegué bastante después, pareció un mundo. La pendiente se redujo un poco, los libros dicen que de un 16%-18% se queda en un 9%, que es una rampa respetable; comparado con el infierno mejor quedarse en un buen  purgatorio.

Los muslos me dolían como si me hubieran clavado mil palillos en carne viva, afortunadamente el corazón iba bien y sólo notaba fatiga en los muslos. Procuraba respirar acompasado, evitaba jadear y marcaba un ritmo constante como una cumplidora tortuga.

Unos excursionistas decidieron estuvieron a punto de tirarme de forma involuntaria. Bajaban hablando entre ellos por la mitad del camino, ocupando toda la parte más ciclable.  Quise gritarles " a la derecha por favor", pero de mi boca sólo salió un balbuceo ininteligible, y cuando me di cuenta estaba casi encima sin margen para maniobrar en mitad de una pendiente tremenda. Ellos repararon en ese momento que un ciclista llegaba y se echaron a la izquierda, que era el lugar por donde estaba intentando evitarlos. Por poco tengo la caída tonta del día, pero por pegué un golpe de pedal, con las últimas fuerzas que tenía,  y superé la rampa por el lado más complicado; dejé atrás a los excursionistas y lancé -a dos por hora- a por la última parte de la subida.

Llegar al telesilla supuso superar una barrera psicológica enorme. Solo quedaba afrontar la última rampa con los músculos hechos fosfatina. Alberto, pensé, estaría ya degustando un merecido refrigerio en la cumbre azotada por el viento.

No te pares, no debes pararte, no pares.

Recordé alguna anécdota del sitio para distraer la cabeza. Ese año la Vuelta a España había disputado la penúltima etapa allí. Dos ciclistas de prestigio habían llegado escapados: Denis Menchov y Richie Porte, ruso y australiano. Menchov fue toda la subida a rueda, siguiendo el ritmo de Porte, era un corredor más veterano entonces, ganador de Vuelta y Giro, más completo, pero menos escalador. A su favor, la experiencia. Los comentaristas daban como favorito a Richie Porte, más ágil cuesta arriba, más explosivo, más joven. Llegaron juntos a la curva del telesilla, y al llegar al descansito que había allí, Menchov esprintó y Porte no pudo seguirlo. Llegó vacío, a diez segundos del ruso, más o menos, no había guardado lo suficiente en la subida y la rampa final le mojó la dinamita. El ruso, perro viejo, supo regular el esfuerzo.

Por detrás, otros también tuvieron que regular. Purito le montó un buen problema a Contador, y estuvo a punto de arrebatarle la Vuelta. Contador se descolgó y tuvo que seguir su ritmo para no entrar en crisis. El resto de favoritos llegó de uno en uno, con el corazón en la boca a aquella última rampa maldita.
Recuerdo la imagen de Chris Froome bajándose de la bici nada más cruzar la meta, apartándola de su vista mientras se la daba muy enfadado a su asistente. Casi no podía andar.
Unos años antes, la primera vez que se subió, Vicenzo Nibali recuperó en el último tramo toda la ventaja que le había sacado Ezequiel Mosquera, aunque tuvo la deferencia de no disputarle la victoria de etapa (al menos eso pareció en las imágenes). 

Cuento esto, porque durante esa última subida me vinieron a la cabeza esas imágenes. No esprinté, porque no podía. No me vacié, porque no me quedaba casi nada. Había entrado en una especie de estado de pedaleo automático en el que la cabeza me mantenía consciente mientras mis piernas no hacían más que empujar los pedales.¿Y el dolor? Bueno, digamos que seguía ahí. Ya no solo me dolía  el muslo, el gemelo también reclamaba mi atención, y el gemelo suele ser menos paciente. 

Se iba acercando poco a poco la cadena que corta el paso en la carretera. Alberto me esperaba sonriente, rodeado de otros osados que se habían atrevido incluso con la bicicleta de carretera. El que puede, puede.


Llegué a la cadena físicamente derrotado y apenas pude hablar, ni andar. Me senté. Cuando pude articular sílabas sólo salían tacos de mi boca, de una forma automática y descontrolada. Ajustaba cuentas con la montaña.

Las antenas rojas, plantadas como dos dedos ofensivos posados en la calva de la montaña, me devolvieron mi poco amable saludo. Al fin y al cabo, esa es su casa.

El viento azotaba la cima, el otoño había consumido su primer mes y el invierno comenzaba a extender su aliento sobre la zona alta de la sierra, pero nosotros también habíamos llegado. Abrigados ahora con nuestras cazadoras, comimos al tiempo que comentábamos la subida, las partes difíciles y las peores del todo, hacíamos unas fotos y preparábamos el largo descenso hasta Cercedilla.

Mi pensamiento volaba desde Peñalara a Colmenar, con mi familia.

Lo había superado, todo saldría bien. Gracias, pensé, aunque siga sin saber a quién.

Miré a las antenas una vez más antes de comenzar el descenso y la vuelta a casa. Por el camino las piernas me seguían pesando, costaría llegar a Cercedilla, pero llegaríamos. 

Alberto dijo algo sobre la polémica que había respecto a su impacto paisajístico.

- Dejadlas ahí, que no las quiten nunca - dije.



A Alberto, compañero de aventuras.
A Marco, a Jara y a Gema, lo mejor de mi vida.







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