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lunes, 23 de enero de 2012

58.06 - Parte III

Atocha nos recibe con los brazos abiertos. Creo que limo unos pocos  segundos saltando un bordillo de la glorieta. En Pacífico la cosa se complica. Muchos corredores aceleran nerviosos ya pensando en mejorar su tiempo, o en hacer un tiempo digno.

Una chica se cruza por delante, casi a noventa grados, buscando a sus compañeros de cuadrilla, sin avisar. Estoy a punto de caer y la increpo. No me hace caso, pero me fijo en que ella y su grupo llevan un ritmo interesante. Una referencia. Aprieto el paso y me pongo casi a su altura. A ver hasta dónde llego.


La Albufera se aproxima y paso el kilómetro 8 por debajo de los 48 minutos. Tal vez ha sido un suicidio. Quizás, o también puedo conseguirlo. Como en 2006, llego al punto decisivo.

El grupo de la chica va unos diez metros delante de mí cuando comienza la subida infernal de la Albufera. Aflojo un poco el ritmo para empezar la cuesta con un poco más de resuello. Me controlo para no mirar hacia el final de la avenida. Las piernas comienzan a tirar un poco, los pulmones piden sitio. He mantenido la boca bastante cerrada durante toda la carrera; sin embargo ya no aguanto más y empiezo a boquear.
Algo sorprendido, descubro que el dolor remite si no levanto tanto la pierna; reduzco la zancada y adelanto a uno, dos, tres, cuatro, cinco, pierdo la cuenta, pero los números son filas de corredores. ¡Estoy ganando tiempo! Olvido la referencia del grupo de delante y me concentro en no tropezar con nadie mientras supero obstáculos.

Tal vez borracho de presunción se me cruza por la cabeza que, en realidad, no es tan larga esta cuesta como me la había imaginado o como la recordaba.La rodilla izquierda me lanza un aviso, La cuesta se alarga un poco más, vengándose de mi desprecio.


Enlazo Carlos Martín Álvarez lleno de satisfacción. No hay pájara. Pero mejor aún, creo que puedo conseguirlo. La calle es un dos carriles más estrecha que la Avenida de la Albufera. Los corredores vuelven a convertirse en una masa apiñada de brazos y piernas que, milagrosamente, consiguen esquivarse unos a otros y avanzar hacia la meta.

De nuevo busco el borde de la acera, me pego al público que, ahora sí, inunda las aceras, vitoreando, animando.Es más fácil avanzar, aunque en caso de tapón sólo tengo un lado de salida. Bueno, un lado si no piso a nadie...

Por suerte no dejo que la ansiedad me venza y consigo mantener un buen ritmo zigzagueando entre camisetas blanquiazules y disfraces de tonadillera.He olvidado el crono, sólo quinientos metros, sólo trescientos metros. La calle no acaba nunca.

Última recta. No veo la meta. ¿Dónde coño está la meta? Un tío vestido de mosquetero me saca de mis cavilaciones profundas con un elegante codazo. Ni lo noto. Aprieto el paso por enésima vez. Ahora son las dos rodillas las que se quejan al unísono. El tobillo derecho parece crujir por el acelerón. No puedo levantar las piernas, pero puedo moverlas dando pasos más pequeños.

Ahora lo recuerdo. El último giro a la izquierda y una pequeña cuestecilla buscando el estadio de Vallecas.
De nuevo música a todo trapo, luces, gritos, queda muy poco. Cincuenta metros. ¿Cuánto tiempo llevo? Veinticinco metros.
Cruzo la meta en medio del pitido continuo de los chips y los gritos del locutor de la organización.
Apago el cronómetro sin mirarlo. Quiero agua, un hueco libre, parar a tomar aire, y luego tal vez mire el tiempo. Recupero el aliento, el corazón vuelve a su sitio y me encamino a la salida. Le doy el chip a la organización, que premia mi entrega con agua, pistachos, galletitas y bebida isotónica. PVP: menos de 4 euros.

Salgo del recinto de la carrera sin mirar mi tiempo aún.  Pienso en mis chicas. Lo consiga o no esto es para ellas. Lentamente pongo el reloj a la altura de mis ojos. La organización puede matizar el tiempo con el chip, pero este es el mío, personal e intransferible, ganado a pulso.Cincuenta y ocho minutos y algunos segundos.
Sonrío hacia mis adentros. Busco el móvil y marco el número de Gema.

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